Añorar y ensoñar

Suelo sufrir muchísimo con el servicio y la experiencia en los restaurantes. Ahora he estado aprendiendo un poco más sobre qué pasa dentro de la cocina y cuáles son las condiciones laborales que se viven en algunos restaurantes (gracias a Sentido Culinario y a Adri Sánchez por buena parte de esto), y eso me ha ayudado a empatizar mejor con el personal. Sin embargo, de un tiempo para acá he decidido ahorrarme disgustos e ir a la segura: no pruebo un lugar nuevo a menos que circunstancias especiales me obliguen a hacerlo.

Esto lo cuento, porque algunas veces creo que mis expectativas de servicio son poco realistas y eso en parte se debe a mi historia personal en la niñez. Lean estos ejemplos y díganme si no marcaron de por vida lo que yo considero un servicio excelente:

En San José centro (avenida 1a), en la primera mitad de los ochenta existía un restaurante llamado El Chalet Suizo. Mis papás me llevaban con frecuencia junto a mi hermana y mi hermano en una época en la que los restaurantes “finos” en Costa Rica se contaban con los dedos de las manos y casi todos se ubicaban en la capital.

De El Chalet Suizo me encantaban varias cosas, pero la que más me emocionaba era que, a pesar de que yo aún no sabía leer, el mesero me entregaba un menú. Eso me hacía sentir importante y autónoma. Me hacía sentir persona.

Pero el mejor día de todos fue cuando el mesero preguntó: «¿Qué quiere tomar la señorita?» y yo contesté: «Champaña, por favor». Por supuesto que hubo risas, pero el mesero tomó la orden como si aquello fuera muy normal. Él recordaba que yo siempre pedía Fanta Naranja, pero esta vez, trajo la botella de Fanta envuelta en una servilleta y dentro de una hielera para champaña. Antes de servir me la presentó, diciendo: “la champaña de la señorita”. ¿Se lo imaginan? ¿Se pueden imaginar cómo me sentí?

Otro de mis restaurantes favoritos era El Balcón de Europa. Ese restaurante se jactaba de ser el más antiguo de San José (fundado en 1909) y se ubicaba en la Avenida Central. Lo conocí en la época del chef Franco Piatti, quien tenía en la pared un marco con cinco tenedores colgados dentro. A Franco le tocó mudar el restaurante del local original a uno localizado sobre la calle 9 y lo hizo de forma increíble: pieza por pieza, foto por foto, cuadro por cuadro, el lugar quedó exactamente igual al de la Avenida Central.

La comida de Franco era deliciosa, especialmente el risotto primavera que aún añoro. Pero de todo, lo que recuerdo con más amor era una mesa central donde estaban enormes y deliciosas bolas de queso, que Franco mismo partía en pedacitos para llevarme un plato apenas llegaba. Franco tuvo el restaurante desde 1984 hasta que murió, en 1996. Su esposa continuó por un tiempo con el negocio pero después lo tomó un dueño nuevo quien finalmente cerró en 2015. La Nación publicó una nota muy linda sobre el último día de trabajo de un cocinero y un mesero que trabajaron por 41 años en el lugar.

Y debo mencionar otro lugar que recuerdo con especial cariño: Restaurante Fortuna, ubicado en la Avenida 6, si mi memoria no me falla. La comida china en mi familia siempre ha sido adorada y mi papá se encargó de contarnos que el restaurante El Primero que está en Puntarenas es en efecto, el primer restaurante de comida china del país. El Fortuna nos quedaba bastante más cerca, era un poco más fino y tenía una particularidad que me encantaba: ofrecían una especie de silloncitos rojos plásticos que se colocaban sobre la silla, para que quienes éramos chiquitines pudiéramos llegar a la altura de la mesa. Estamos hablando de una época en la que ni los asientos de cine ni los vehículos usaban booster de ningún tipo, porque ni cinturón de seguridad se usaba.

Imagen de San José a inicios de los años ochenta. El BNCR en construcción.
Imagen de San José en los años ochenta. Avenida Segunda.

Escribir esto me da nostalgia no solo por la buena comida, sino porque había una preocupación por la experiencia más allá de la calidad del menú. En tiempos de escasez de clientela, los restaurantes no se daban los lujos que se dan ahora, de vender humo en lindas fotos de Instagram, y no se conformaban con que el lugar estuviera bien decorado. La experiencia no estaba pensada únicamente en el cliente que paga (la persona adulta) sino en la familia completa, en las personas menores de edad. ¿Cuántos restaurantes actuales se preocupan por la experiencia que tengan las personas menores? Hay restaurantes en los que no se dice abiertamente que no llevemos chiquis, pero en los que no hay sillas adecuadas ni un menú adaptado con platos más pequeños o especiales.

Y no es que esté clamando porque vuelvan esos tiempos de: “yo sí envidio los goces de Europa”, pero sí que regrese ese compromiso por la calidad, por la experiencia de todas las personas que se sientan a la mesa y por la consistencia. A eso le sumo el querer mantener contento a su personal, para que valga la pena quedarse mucho tiempo mejorando el menú, conociendo los platos, memorizando los gustos de la clientela frecuente, identificando las oportunidades de mejora. Y si de paso se hace rescatando ingredientes autóctonos, teniendo tratos justos con proveedores y respetando los platos tradicionales de nuestras culturas, aún mejor. A eso le llama mi madre “soñar en colores”.